Adefesio


1

Lala recordó su primera vez en el club, revivió cada detalle: llevaba el pelo suelto para disimular la cara de luna y acomodaba la cadera a cada paso; había ido con Rosa, su vecina.
Era sábado a la noche, la pista de baile repleta. Buscaron un rincón oscuro, lejos de la barra.
Aquel mediodía, después del trabajo en el kiosco, ella había elegido uno de sus dos pantalones y un suéter cualquiera; era viejo y tenía algunos remiendos en el codo, pero de noche todo pasaba inadvertido. Hasta ella misma. En otra época podría haber usado guantes, pero no a esa altura de su deformidad. Sería suficiente esconder las manos y usar zapatones para que no se le notara.


Rosa la había dejado sola, ahora bailaba como si la hubiera olvidado.
Lala espiaba a esa gente tan distinta a ella.
Todos se divertían. Ahí estaba su vecina: qué bien se movía. Algunos la conocen, pensó Lala; cuando entramos, el barman le tiró un beso, aunque no se veía nada. Se nota que Rosa viene siempre. Por suerte yo iba atrás y el tipo no me vio.
De golpe, un homnre se le había acercado tanto que ella debió apartar la cara para evitar que la tocase.
—Bailamos, nena —oyó.
Lala lo miró, casi cayéndose de la silla: el tipo tenía la cabeza empapada y olía como un bosque de pinos.
—No —contestó asustada—. Yo no bailo.
—Vamos, nena. No seas aburrida.
Él se tambaleaba y parecía que se le iba a derrumbar encima en cualquier momento. Estaba tan cerca que ella no podía verle la cara. Su pelo mojado le lamió las mejillas. Lala sintió ganas de vomitar.
—Dame un beso, nena —graznó aquel.
Ella miró para abajo, sin saber qué hacer. Entonces él le agarró la cara y abrió asquerosamente la boca, el alcohol del aliento reavivó su asco.
En ese momento, otro tipo arrancó al borracho de un brazo y se lo llevó.
Ella se achicó en la silla tanto como pudo y tomó aire.
Un rato después, Rosa volvió a la mesa. Lala se sintió feliz de que la noche terminara, de volver a su casa.
Pero Rosa dijo algo que no estaba en sus planes:
—Si no te molesta volver sola, yo me voy con él.
Lala no entendía de quién estaba hablando, hasta que lo vio saliendo de la sombra: era un muchaho hermoso, en toda su vida no había conocido un hombre como él. Odió a aquella traidora. Quiso pegarle, tirarla al piso y arrastrarla de los pelos hasta desfigurarla. Pero le dijo que estaba bien, que se fuera, que ella volvería sola.
Escuchó que su vecina lo llamaba Mario con voz melosa. Era increíble: recién se conocían y ya estaban abrazados. Los miró irse.
Ahora, la puerta del local parecía más lejos.
Salió a la calle.
Caminó con cautela. Se sentía observada, podía oír los pasos de alguien que la perseguía, acercándose. No miró hacia atrás.
Llegó a su casa y entró enseguida.
Su cuarto era un desastre, nadie querría dormir ahí con ella.
Miró la foto de la pared: tenía siete años y estaba con sus padres. Quién les iba a decir que estaban criando un fenómeno, una marioneta.
En el baño se paró frente al espejo, empapó la punta de la toalla y se restregó los párpados. Apretó bien el jabón contra los labios, el rojo se extendió por la cara y fue necesario más jabón. Los ojos le ardían de lágrimas. Metió las manos en el agua y se la echó en la cara compulsivamente. Abrió el botiquín, agarró la caja de lexotanil de su mamá, fue sacando las pastillas una por una, juntó un puñado y se las metió en la boca.  Agarró un vaso, lo llenó con agua y en el momento de tragar corrió al inodoro a escupir.
Se metió en la cama.
Mario ya no miraba a Rosa, ahora le daba la espalda. Atrás había un lago. Rosa gritaba, acababa de caerse al agua. Pero Mario no la oía. Solamente tenía ojos para ella, para Lala. Los gritos de Rosa se hacían más débiles.
El siguió mirándola como nadie lo había hecho antes. Se le acercó más, la acarició y le dijo:
—Te amo.


Todo el día pensó en el sueño. Imaginó cómo sería estar a solas con un hombre. Armó mentalmente la escena: tendría que ocurrir de noche y con la luz apagada.
Ella no podía esperar, necesitaba hacer algo. Se pintó las uñas y probó peinados, todos le parecieron ridículos.

2

Una noche, segura de que por fin llegado su hora, volvió al bar del club. Durante todo aquel mes, había ensayado a escondidas los pasos de baile y ahora estaba dispuesta a ponerlos en práctica.
Entró al salón y fue directamente al mismo rincón en que había estado con Rosa.
Quería ir y preguntarle al barman qué podía pedir, qué tomaba toda esa gente. Pero no se atrevió: jamás se sentaría en la barra, sería exponerse demasiado.
Notó que el barman era otro muchacho. Tendría unos veinticinco años, usaba el pelo suelto sobre los hombros, parecía un modelo. Era un desperdicio que estuviera ahí. Mezclaba bebidas y las batía bailando.
De pronto, él miró hacia su mesa. Fue solo un momento, pero Lala se sintió muy extraña.
Cuando empezaron los lentos y las luces se atenuaron, se atrevió a levantarse. Fue a la barra caminando lo más erguida que pudo y se sentó.
—Un whisky —dijo.
Sabía que el barman la miraba, pero prefirió ignorarlo estratégicamente.
Lala bebía despacio, el ardor bajaba desde su boca. Cuando el vaso empezó a vaciarse, se sintió mareada. Pero igual siguió tomando.
Después de la tercera copa, caminó hasta el centro de la pista. Las luces de colores parecían estrellas y se creyó un pájaro. Los vio a todos, borrachos como ella, riéndose. Su cuerpo se había vuelto liviano, dócil.
Danzó en el aire, mezclada entre ellos. Era una más, pero todos formaron una ronda para mirarla. En medio del remolino le tocaban la cara, las manos, los pies. Le gritaban cosas.
Ella apenas entendía palabras sueltas mezcladas con la música.
Alguien le dio un vaso.
—Tenés que tomar aire —oyó que le decía— te vas a sentir mejor. Tomá un poco de agua.
Era una mujer. La llevaba de la mano y la acariciaba: primero los hombros, después el pelo.
—Soy Gloria —alcanzó a escuchar—. Vivo cerca, a cinco cuadras. Podés quedarte en casa hasta que te sientas mejor.
Lala no podía hablar. Le daba lo mismo. Tal vez aquella fuera la única persona capaz de comprenderla. Volvió a sentir sus caricias expertas, nunca la habían tocado así.
Y se dejó guiar por la desconocida.

3

Acostada boca arriba, abrió los ojos. No podía reconocer el lugar, dilucidar cómo y cuándo había llegado. La cama estaba mojada y había poca luz. La cabeza se le partía de dolor.
Apenas cubierta con una sábana, sintió que estaba desnuda. Se levantó de un salto y empezó a vestirse. Algo pegajoso y frío le corría desde la entrepierna.
Entró una mujer. Se acordó de su cara: era la tal Gloria.
Entonces volvió a ver las luces, el baile. Sintió de nuevo el sabor de la bebida. Revivió aquel olor dulce. Y el mareo. Y una mano, una silueta, una puerta que se cerraba. La misma puerta por la que ahora había entrado la mujer.
Recordó con vividez cada instante: el portazo, el grito, la oscuridad absoluta. Había pasado la noche con extraños.
Se vistió rápidamente.
No soportaba que la mujer viera sus piernas desnudas.
Gloria la miraba, pero sin repugnancia. Le dio la cartera y le dijo:
—Tenés que irte, piba.
La agarró de un brazo y la arrastró al patio. El reflejo del sol la encandiló. 
Aquella tipa la empujaba más rápido de lo que ella podía caminar. Lala buscó algo de qué agarrarse, temía caer. Entonces entrevió el patio, las puertas abiertas.
Y en la penumbra de una de las habitaciones, advirtió un bulto sobre un sillón. Algo le dijo que tenía que acercarse y mirar.
Una bolsa de huesos retorcidos, una cara imposible. Una sonrisa burlona, satisfecha. El hilo de baba hasta el piso.
Lala quiso gritar, pero no pudo. Retrocedió llevándose las manos a la boca.       
—Es mi hermano —dijo Gloria—. Lo hiciste el hombre más feliz del mundo.


2º premio Leopoldo Marechal en el año 1999. Editado en la antologóa Pasajeros en arcadia, editorial de Belgrano, año 2000; en revista virtual NM; y en Cinco mujeres y otra cosa, editorial La Letra Eme, 2014. 

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