Parada

Ana entró en el refugio al costado de la ruta y se sentó en el banco de cemento.
Tenía mucho frío. Dejó caer el bolso y miró a Isidoro que acababa de entrar. Habían caminado nueve cuadras bajo la lluvia.
Isidoro, salpicado de barro, se movía muy lentamente. Ana recordó la escuela y la escondida en los recreos. ¡Nadie los descubría! “Los hermanos Herrera: genios del escondite”.
Pero habían pasado muchos años, demasiados años.
Su hermano era ahora un hombre viejo. Desde que habían llegado al pueblo, días atrás, él no se había movido de la pieza de su made. Custodiando el sueño de la vieja, como velándola en vida.
—Ya debe ser la hora —dijo ella. Y se asomó a mirar la ruta. El frío del cemento seguía en sus piernas.
A pesar de que la llovizna oscurecía el camino, vio una luz a lo lejos.
—Yo me voy —dijo—. Vos hacé lo que quieras.
Isidoro se había doblado sobre las rodillas, las manos juntas, parecía rezar.
—Isi. ¿Escuchaste? Me voy.
—Cuando éramos chicos —dijo él, apoyando la espalda en la pared—, ella nos llevaba a la plaza.
—¿De qué hablás? ¿Te pusiste melancólico, ahora?
—Se está muriendo, Ani. Vos querés volver a Buenos Aires, dos horas de viaje. Y lo más probable es que… La próxima vez que vengamos va a ser para llevarla al cementerio.
De una vez por todas al cementerio, pensó Ana, donde tendría que estar desde hace años.
—¡Levantate, hombre! —gritó—. ¡Haceme el favor!
—Cuánta vitalidad tenía la vieja —dijo él—. ¿Te olvidás cuando nos llevaba a ese médico de Buenos Aires? Siempre con nosotros a cuestas.
Ella volvió a asomarse.
—Parecen dos luces. Es el colectivo.
—Una vez llovía a cántaros —siguió Isidoro—. Mamá se sacó los zapatos para cruzar la calle de casa. Me los dio. “Que no se te caigan”, dijo. Y te levantó a vos. Yo tenía mucho frío, mientras esperaba. Y mamá volvía, el agua hasta las rodillas; volvía por mí, que tenía como diez años y pesaba tanto como ella. Me alzó y cruzamos. ¿Te acordás?
Ana se acordaba, sí. Su hermano casi la había hecho llorar. Pero también se acordaba de otros días en los que aquella no había sido tan buena.
Volvió la mirada a la ruta.
Las luces se acercaban. ¡Sí, era el colectivo!
—Vamos. Movete, hombre.
Logró que Isidoro se levantase.
Corrió a la ruta para hacer señas al colectivo, que no siguiera de largo.
—¡Pare! —gritó—. ¡Pare!
El colectivo se detuvo y ella subió al primer escalón.
—Yo no voy —oyó a Isidoro desde abajo.
—¿Qué? ¿De verdad querés quedarte hasta…? No puedo creerlo.
—¡Y, señora! —dijo el chofer.
—Espere, por favor. Vamos, Isi.
—Yo no voy.
—Señora —otra vez el chofer.
En el interior del micro no había casi nadie. Viajaría sentada: increíble.
—¡Señora! —insistió el chofer—. ¡Decídase de una vez!
El colectivo empezó a moverse.
Ana miró a Isidoro: ya le daba la espalda. Estaba volviendo.
El ruido del motor, insoportable.
—¡Señora, por favor! Tengo que cerrar la puerta. —¿El chofer le gritaba?
Gritaba como le había gritado tantas veces la que estaba muriendo a unas pocas cuadras, sola como un perro. Como un perro. ¿Acaso no era eso lo que se merecía?
—La puerta, señora. Haga el favor.
Ella sintió un nudo en la garganta.
Pensar que su madre había enviudado tan joven y los había criado a los ponchazos, a ella y a Isidoro. Bien o mal, pero los había criado, y los había hecho estudiar.
—¡Pare! Por favor, pare.
El colectivo ya había cerrado la puerta, ya había arrancado.
Ana se desplomó en el primer asiento y miró por la ventanilla. Cada vez llovía más fuerte. Le recordó a aquella tarde cuando su madre la había alzado para cruzar la calle inundada. ¡Se había sentido tan segura en sus brazos!

Publicado en Entrañable, libro de cuentos de Claudia Cortalezzi, editado por Textos intrusos en 2015.

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