—¡Julio!
—oyó Julio desde el baño—. ¡Vení a ver, rápido!
—¿Qué
pasa, Celina?
—Dale,
apurate.
—¿Qué
es tanto grito?
Julio
entró en el comedor, vio a su hermana de espaldas. Se preguntó cómo había hecho
para maniobrar la silla de ruedas entre los muebles y quedar tan cerca del
televisor. Los platos sucios, apoyados en el regazo de Celina, no se movían,
pero ella no paraba de agitar los brazos.
—Estás
en la tele, Julio. ¡Mirá!
Julio
se fijó entonces en la pantalla.
Sí,
en la tele. Su cara, ancha y deforme, ocupaba la mitad superior de la imagen:
las arrugas de alrededor de sus ojos, que se habían ido profundizando desde el
gran cambio a esta parte, se veían aún más oscuras que en el espejo.
—¿Viste,
Julio? La gente está loca: ese tipo dice que das clases de danza en el
instituto de disciplinas modificadoras. Modificadoras de qué, quisiera saber.
¡Qué ocurrencia!
—Es
que yo… Mirá, Celi, vos no entendés. Yo…
—Estúpidos,
pensar que mi hermano, un servidor de la humanidad, limpieza y salud, es un
bailarín, por favor.
—Celi…
—¡No
lo puedo creer, Julio! Si mamá hubiese visto esto…
Mamá,
pensó él. El único recuerdo que tenía de su mamá estaba en las fotos que Celina
guardaba bajo la cama.
Desde
el cambió de régimen gubernamental, cuando se sometió a los estudios médicos
para el reempadronamiento, Julio había empezado a olvidar algunas cosas. Con el
tiempo únicamente retenía los hechos recientes. Y de la época anterior, sólo le
quedaba Celina. Celina y los recuerdos de Celina. Sin ella, él sabría de sí
mismo lo que le mostraban los objetos: su documento y un certificado de trabajo
con su nombre, acreditándolo como profesor de danzas moderadoras del ánimo.
—Tendrías
que quejarte, Julio —seguía Celina—. Yo que vos me presento en el canal de las
noticias y digo que ese “bailarín” no soy yo. Exhibirles en la cara tu recibo
de sueldo de recolector de residuos.
Julio
se quedó mirándola en silencio. ¿Y si su hermana era la única persona que vivía
fuera del sistema? Nunca sabría él si al esconderla le había hecho un bien o un
mal. Tal vez hubiera sido mejor que los funcionarios la hubiesen “borrado” como
hicieron con todos los discapacitados. Pero él había actuado con egoísmo, pensando
en no quedarse solo, y la había protegido. Ahora era su responsabilidad. Y si
algo le sucedía a él, ella moriría de hambre, si tenía la firmeza de mantenerse
adentro y no salía a la calle para que la capturasen.
Volvió
la vista hacia la pantalla. Ahora se detuvo en la parte inferior:
Recordamos
a los señores pobladores que la salinidad el planeta ha llegado a su punto
máximo. El uso de cualquier sustancia que contenga sodio o potasio —por pequeña
que sea— podrá desencadenar el tan temido caos ecológico.
hemos
entrado en estado crítico
hemos
entrado en estado crítico
Necesitamos
de su ayuda para preservar el planeta.
hemos
entrado en estado crítico
—Hombre
—Celina lo agarró del brazo y lo sacudió—, ¿seguís acá? Ya sé, a cualquiera lo
emocionaría verse en la tele, aunque no seas vos. Bueno, el tipo se te parece
bastante.
—¿Ves
el cartel en la parte de abajo de la pantalla, Celi? —Julio necesitaba probar a
su hermana, convencerse a sí mismo que permanecía ajena al sistema.
—¿Qué
cartel?
—Nada
—dijo él. Y se agachó a besarla en la frente—. No importa. Te quiero mucho.
—Yo
también, tonto. Más ahora que estás en la tele —y largó una carcajada.
Julio
corrió a la ventana y miró hacia la calle. Nadie la había oído.
—Llevá
los platos a la cocina, Celi, por favor.
En
el televisor las noticias pasaron a otro tema, ya no hablaban de los bailarines
habilitados. Julio vio a su hermana enfilar la silla hacia a la cocina.
en
estado crítico, se repitió. Ya había oído él, esa misma mañana, la propaganda
gubernamental. La había oído como siempre, sin prestarle atención. Los
parlantes callejeros parecían aumentar el volumen a medida que pasaban los
meses, y ya nadie se detenía a escucharlos. Pero las palabras se les grababan
en la memoria.
Seis
años atrás habían empezado aquellos comunicados, y nunca se detendrían. Día
tras día advertían a la población que el exceso de salinidad bla bla bla. Pero
hacía unas semanas, Julio no podía recordar desde cuándo, los comunicados
insinuaban que una sola gota más de sal tendría consecuencias irreparables.
Exageraban. Querían impresionarnos.
Observó
a Celina: su cuerpo achicado, la silla le quedaba grande. La vio acomodar los
platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas. A pesar de su deterioro, ella no
perdía la fuerza de los brazos. Parecía que toda la vitalidad que le faltaba en
las piernas había pasado a los brazos. Ella se levantaba y se acostaba sin
ayuda, iba al baño sola, hasta se bañaba sola.
Pobre
Celi, se dijo, siempre encerrada. Si pudiera ayudarla… Se le ocurrió que tal vez
podría hacer algo: ir introduciéndola de a poco en el mundo moderno.
—¿Sabés
—dijo—, las dulcificadoras de agua ya ocupan hasta el último centímetro en
todas las playas del planeta?
—No
entiendo, ¿de qué hablás?
—Prestá
atención, Celi. Lo que voy a decirte es muy importante. Los barcos de las
dulcificadoras navegan sin descanso, ¿sabés? Millones de ellos recogen la sal
de los océanos. Sal que luego envían a una estación espacial. Y de ahí va a
otra galaxia.
—Julio,
¿vos te sentís bien?
—¿Acaso
no te das cuenta, Celina? ¿Cuánto hace que cocinás sin sal?
—Es
que vos no la comprás. Yo te anoto en el pedido y vos siempre te olvidás,
Julio.
—Más
de la mitad de la humanidad trabajaba ahora en “mantener soso el planeta”. Enterate.
—¡Basta,
por favor! No sé lo qué querés decir. Me das miedo. Basta.
Unos
minutos después, ella volvió a la mesa trayendo en el regazo una bandeja con
dos pocillos y una azucarera.
Bebieron
el café sin mirarse.
—Voy
a salir —dijo él.
—Que
no se te haga tarde para el trabajo. Mirá que el camión recolector pasa a
buscarte a las…
Julio
pensó que tal vez fuera mejor dejarla vivir en la ignorancia.
Hacía
frío. Andaba poca gente por la calle. Una ráfaga lo despeinó. Él se cubrió los
ojos con la palma de la mano hasta que logró ponerse a resguardo. El gobierno
recomendaba a los pobladores no exponerse al viento.
Cuando
la corriente amainó un poco, Julio retomó su camino. Se detuvo ante un cartel:
Terapia obligatoria de la risa, leyó
Volvió
a pensar en su hermana. ¿Y si ella tenía razón y él había sido antes un
recolector de residuos? Por qué no. ¿Y si, así como él había cambiado de
oficio, todo el mundo trabajaba ahora en algo que jamás hubiese imaginado?
Hoy
estoy pensando estupideces, se dijo. Debía ser el cansancio, algunos días se
cansaba mucho. La terapia obligatoria de la risa lo cansaba, lo aburría.
Subió
los dos escalones que lo separaban de la puerta. Golpeó suavemente. Cuando oyó
la chicharra, entró.
Cinco
personas, ya ubicadas en la sala de espera, miraban atentamente el reloj
digital de pared encima de la puerta del reidero, junto al indicador de
períodos de terapia: los números verdes los señalaban la actividad; los rojos,
los intervalos.
Había
ahí un gordo, muy gordo. Julio se preguntó cómo había pasado por la puerta de
entrada. También le llamó la atención una vieja centenaria; no creía haber
visto nunca a una persona tan arrugada. Aunque, pensó, no debo confiar en mis
recuerdos.
El
reloj indicaba que faltaban dos minutos para que el grupo anterior saliera.
Después entrarían ellos. Tendrían ahí sus ocho minutos diarios de risa. Más
tarde se iría cada uno por su lado, a sus respectivos trabajos, y tal vez jamás
volverían a cruzarse.
—Dos
minutos —dijo la vieja. Parecía ansiosa, como si fuese su primera vez. O la
última—. Para mí que esto es puro verso —siguió—. Para mí que dicen lo de la
sal para atemorizarnos. Habría que desafiarlos, salir a la calle un día de
viento y mantener los ojos abiertos hasta que las lágrimas empiecen a salir.
Total, quién puede culparnos. Habría que culpar al viento en todo caso.
—Yo
no probaría —dijo el gordo—. Por las dudas.
El
recepcionista les hizo un ademán para que se callaran.
Sonó
la chicharra de la puerta de calle. Enseguida entró una chica menuda, de pelo
lacio y castaño hasta la mitad de la espalda. Llevaba un tapado entallado de
color rojo y zapatos negros de taco fino. Impecable.
¡Qué
linda es!, pensó Julio. Si entramos juntos al reidero, a lo mejor podría…
Pero
el cupo se había completado con él. La chica entraría en el siguiente turno.
Volvió
a mirarla, tratando de que los demás no lo advirtieran.
Era
más linda de lo que pensaba. Me gustaría invitarla a tomar un café, se dijo.
Justo
en ese momento sonó la señal: un timbre agudo que nacía en el indicador de
períodos.
El
grupo que había entrado a reírse ocho minutos atrás, salió.
—¿Por
qué? —oyó Julio que decía la chica, mientras esperaban a que el personal de
orden dejase las instalaciones limpias para ellos—. ¿Por qué son sólo ocho
minutos? ¿Por qué ocho y no diez, o cinco?
El
gordo avanzaba arrastrando los pies hacia la puerta del reidero, pero se detuvo
y, sosteniéndose contra una columna, dijo:
—Porque
la risa siempre termina en llanto, señorita. Expertos en risa realizaron un
profundo estudio, convocaron especialmente a millones de personas. Dicen que a
los nueve minutos, la mayoría de los humanos, deja de reírse y empieza a
llorar. Por eso la terapia dura ocho minutos, para dejar un margen.
—Un
margen —repitió ella.
Julio
esperaba que dijera algo más, era tan suave su voz.
Pero
ya se separaban, él se encaminaba a una de las cabinas del reidero.
Se
ubicó en el asiento, ajustó el cinturón de seguridad y se calzó el casco.
Las
imágenes empezaron a sucederse y él se rió tanto que le dolió la boca del
estómago.
Pero,
al sacarse el casco, notó que algo distinto había sucedido ahí adentro, como si
el monstruo de su propia risa hubiese succionado una parte importante de su
vida. O como si ya viniera haciéndolo y recién ahora se le manifestaba el
resultado.
Debía
ver a la chica. Debía aprovechar el poco tiempo que quedaba entre un turno de
terapia y otro.
Salió
de su cabina sin mirar a nadie, tropezó con la vieja que caminaba a paso de tortuga.
Y logró acercarse a la chica.
—Soy
Julio —se presentó—. Ex recolector de residuos. Actualmente trabajo como
profesor de danzas moderadoras.
La
chica lo miró.
Julio
notó que el recepcionista había clavado los ojos en ellos. Esperaba que ella le
preguntase dónde dictaba las clases de danza que, si bien no eran obligatorias
como las de la risa, se sugería a la población que tomase al menos una o dos
por semana, para suavizar el carácter y, una vez con sus familias, socializarse
con alegría. Pero, por qué le había dicho lo de ex recolector: ella tendría una
mala imagen de él, como de un idiota. Sí, un idiota.
El
recepcionista se le acercó, amenazante. La chicharra de la puerta lo obligó a
retornar a su sitio, detrás del escritorio.
Entraron
otras dos personas a la sala de espera.
Voy
a memorizar sus gestos, se dijo Julio, como para pensar en otra cosa.
Después
de todo, tenía ahí una buena oportunidad de observar las caras de los otros.
Podría averiguar si ocho minutos de intensa risa modificaban algo o no.
El
timbre del indicador de períodos soltó un nuevo chirrido y todos se
levantaron de sus asientos. Julio siguió con la mirada a la chica de rojo hasta
una de las cabinas. La puerta se cerró.
No
importa, pensó, la veré a la salida. Y mucho más simpática, seguro. Después de
un buen taller de risa, hasta el más serio cambiaba de humor, lo decía la
propaganda callejera. Y debía de ser cierto: cuántas veces él se había
despertado angustiado, triste, hasta con ganas de llorar. Pero con ocho minutos
de risa, todo se dulcificaba. Para eso se habían creado las clínicas de la risa
—nadie podía reírse afuera, ni en la calle ni en sus casas—, sólo en los
locales habilitados, controlados por un coordinador experto. Sólo ocho minutos.
Ahora
le volvía la angustia.
Intentó
comentárselo al recepcionista.
—Todo
lo contrario, señor…
—Julio.
—Señor
Julio, ustedes… —el recepcionista buscó una hoja en su cuaderno y leyó—:
“Ustedes adquieren vida a causa de la risa.”
Una
vez en la calle, Julio volvió a pensar en chica de rojo.
La
esperó.
La
gente empezó a salir. Él quiso concentrarse en los gestos pero no pudo.
Necesitaba ubicar a la chica.
Notó
que todos se movían con prisa. Con una urgencia extrema, pensó. Como en las
películas mudas de Chaplin. ¿De dónde le venía aquel recuerdo?
Una
mujer vestida de rojo —él creyó que era ella— se llevó la mano a la garganta,
como si le faltase el aire.
Segundos
después, los “alumnos” de la risa, se disipaban apresuradamente. Huían de ahí
sin notar la presencia de los demás.
Pero
la chica no aparecía.
Entonces,
él empezó a caminar, despacio, hacia su clase de danzas.
Un
grupo de mujeres se había juntado en la esquina. Julio se detuvo a pocos
metros, donde no pudieran verlo.
Oyó
que susurraban. Se asomó un poco, todas cargaban con una caja. Él conocía
aquellas cajas: cajas chisteras de magos. Las había visto en la tele. El
gobierno las repartía para que las viudas se las llevasen a los muertos.
Una
de las mujeres se veía muy nerviosa. Julio se acomodó para verle mejor la cara:
la pobre no aguantaba la risa.
—Vamos
—dijo otra—, antes de que cierren el cementerio.
El
viento había calmado, pero hacía mucho frío. Julio se sintió aún más cansado
que antes. Y aquella angustia de cuando salió del reidero, no disminuía. La
terapia de la risa le había dejado una sensación horrible.
Pensó
en la chica de rojo, se le ocurrió que estaba tan sola como él.
Mañana
voy a volver a la terapia a la misma hora, decidió. Sabía que sería inútil: al
día siguiente, ella haría su rutina en otro horario, y él también.
Los
cambios de rutinas, una buena forma que habían encontrado los dirigentes para
evitar relaciones entre desconocidos. “Si no desarrollan relaciones
ocasionales, las personas mantienen sus emociones controladas”, decían. Y,
desde que la población era controlada hombre a hombre, los que no tenían
pareja, se casaban con primos, tíos, hasta entre hermanos. Eso sí estaba
permitido. Pocos se arriesgaban a acercarse a un extraño en los talleres o en
la calle. Sólo los audaces, los que no temían al escuadrón armado.
Julio
necesitaba conocer a alguien, probar como era él en una relación de pareja.
Porque vivir con su hermana no estaba mal, pero él necesitaba otras cosas. Cómo
le gustaría compartir su cariño por Celina con alguien más. Y tener hijos,
darle a Celina la alegría de ser tía.
Celina
viviría encerrada en el departamento para siempre. Para siempre. Él era el
responsable de su encierro. ¿Por qué la había dejado así? Pero si yo no podía
hacer otra cosa, se justificó. Si la hubiese acercado al programa de reempadronamiento,
la habrían… Le ardieron los ojos. No. Dios mío, no, pensó. No debía llorar, las
lágrimas contienen sodio y potasio.
Hizo
una mueca de risa, que ocultó tras la solapa del saco.
Miró
a su alrededor. Se dio cuenta de que no había caminado más de media cuadra
desde el reidero. Giró sobre los talones, como en un paso de baile, abriendo
los brazos para mantener el equilibrio, y… la vio.
La
chica de rojo lo seguía.
Caminaron
a la par, sin mirarse. Tampoco hablaron, los parlantes callejeros contenían
micrófonos, todo el mundo lo sabía. Otra buena forma de evitar que la gente se
relacionase en la calle. Pero ellos no necesitaban de las palabras.
Julio
sacó del bolsillo un pequeño anotador con un lápiz colgando del espiral
plástico. Campana 1054, Planta Baja G, el departamento que da a la calle,
escribió. Apartó la hoja para arrancarla, pero temió que los sensores auditivos
tomasen el rasguido del papel. Le entregó a ella el anotador.
Se
separaron.
—Julia
—dijo ella —. Me llamo Julia.
Julio
no terminaba de creerlo: ella, en su departamento. Además, se llamaba igual que
él. Increíble.
Julia
se sacó el tapado rojo, lo apoyó en el brazo del sillón y se sentó.
—Mi
hermana duerme —se apuró a decir él, dispuesto a contarle todo a Julia.
Pero
ella asintió, y él pensó que tal vez era mejor no hablar se Celina.
Quería
decirle algo más a Julia. Algo divertido. Que ella se hubiese expuesto para
verlo lo alegraba, sí. Pero tenía un nudo en la garganta.
Julia
parecía darse cuenta. O sería que sentía lo mismo que él. De golpe la vio
fruncir los labios, los ojos se le volvían brillosos.
—No
vayas a llorar —le dijo.
Se
acercaron y se abrazaron y se besaron en silencio. La vio taparse la cara
sonriente con la mano, desparramar el maquillaje.
Así,
era aún más hermosa.
Volvieron
a abrazarse, con familiaridad ahora. La cabeza de ella sobre su pecho, tan
liviana.
Julio
volvió a advertir ardor en los lagrimales. Y un hilo tibio recorrió el contorno
inferior de sus ojos, bajó por los suecos de las arrugas y se perdió en su
cuello.
Un
estruendo: el escuadrón armado, irrumpiendo desde la calle, acababa de
franquear la puerta de su departamento.
Julia
manoteó el tapado rojo y logró ponérselo. Él no pudo desplazarse ni un
milímetro de donde estaba: media docena de fusiles apuntaban a su cabeza.
De
golpe los uniformados se separaron de él y, dividiéndose en dos filas, formaron
un pasillo hasta la abertura de la puerta.
El
jefe del escuadrón —por la cantidad de condecoraciones, Julio no tuvo dudas—,
marchó a paso firme hacia él.
—¡No
lágrimas! —le ordenó, rozándole la cara con una espada o sable.
A
Julio le dolieron las mejillas, las mandíbulas.
Vio
que los uniformados se iban de su casa, llevándose por la fuerza a una mujer de
tapado rojo.
¡Cómo
le dolían las mejillas!
Necesitaba
verse, curarse.
Lentamente
se levantó del sillón y fue al baño. El espejo le mostró una mueca de labios
estirados. Tan expuestos quedaban sus dientes: feos y amarillentos. Debía
cubrirlos. Se llevó la mano a la comisura del labio. Le costó agarrar el
músculo, parecía replegado, como si los tendones se hubiesen contraído. Era una
mueca de risa, no había dudas. Pero su cara no parecía alegre.
—¡Julio!
—oyó desde el baño. Era Celina—. Dejaste la puerta de calle abierta, Julio.
Tenés que ser más cuidadoso. ¡Mirá, el viento mi hizo llorar!
¿Llorar?
Corrió
junto a su hermana. Pasó las yemas de los dedos por la cara de ella. Y después,
haciendo un gran esfuerzo, logró sacar la lengua por entre la sonrisa dolorosa,
y se lamió el dedo. Sal. El gusto de la sal, tan sabroso…
Se
lo dio a probar a Celina. En cualquier momento llegaría el escuadrón.
Esperó.
Nada.
No
pueden detectar sus lágrimas, concluyó al cabo de un rato, porque ella no
figura en los padrones.
Se
sentó en la falda muerta de su hermana y se abrazaron con fuerza, y ella lloró
como una nena chiquita y siguió llorando hasta quedarse dormida.
Julio
no se movió por no despertarla.
El
sol de la mañana le daba de lleno en la cara. Julio se incorporó despacio.
—Voy
a hacer el desayuno —le dijo Celina.
Él
fue a prepararse. En un par de horas debía marcar tarjeta en el instituto de
danzas modificadoras.
A
la vuelta, le diría a Celina que le mostrase fotos de la familia.
Publicado en la revista Próxima nº 12.
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